Soñando a Toulouse Lautrec
(Esta es la música que sonaba en mis cascos mientras paseaba por el museo y esbozaba este relato: APRÉS MOI)
Anochece en París. Las familias, como si de hormiguitas se tratase, corren a resguardarse de la oscuridad buscando la seguridad del hogar. En orden y con premura, encogidos por culpa del frío, caminan frotándose las manos y acercándolas a sus caras en busca del calor interior del aliento.
En el barrio de Montmartre comparten acera madres de misal en mano y niños uniformados con prostitutas que lucen recargados maquillajes. Es el barrio donde, al apagarse el cielo parisino, los artistas surgen de la penumbra de los portales buscando componer la melodía más intensa, inventarle colores al mundo o firmar, con emocionantes palabras, textos en los que reflejar las luces y las sombras de su tiempo. Deambulando por los callejones las ideas campan a sus anchas esperando ser atrapadas.
A los pies de la colina, burlándose de la noche, el barrio de Pigalle se ilumina con cientos de pequeñas luces rojas. Destacando sobre el resto, el Moulin Rouge se muestra grandioso, desafiante, con las aspas a punto de echar a volar.
La noche se convierte así en la realidad de los sueños que durante el día vagabundean por un París inmerso en su mejor momento artístico. Las ilusiones cobran vida al encenderse las farolas de unas calles que acogen óperas, teatros y cabarets. En esos espacios, la vida fluye a otro ritmo y se rige por otras normas.
Una densa niebla envuelve el barrio. Al final de la calle se adivina una figura que camina con paso firme y rápido hacia la parte trasera del Moulin. Es una mujer menuda y delgada que se refugia en un abrigo barato de color gris y cuello de falsa piel.
Se oyen dos golpes secos en la puerta y alguien abre desde dentro. Cada noche se repite la misma escena. Es la puerta trasera por donde entran las estrellas. Aquellas que más tarde iluminarán las caras de todos los espectadores que acudan a verlas. La ilusión vestida de prestado llega al Moulin Rouge con la intención de iluminar los corazones y el alma de quien se deje seducir por su encanto.
Al otro lado de la puerta el mundo cambia de color. El gris de los abrigos de lana se transforma en tules de colores, en marabúes rosas y azules, en cancanes rojos y dorados, en tacones, en medias de rejilla, en plumas y sombreros de fantasía, en remiendos disimulados con falsas lentejuelas.
Sobre un diván de terciopelo color vino, cuatro mujeres de diferentes edades descansan y comentan como fue la noche anterior. La mayor de todas pide un pintalabios. Hay risas, cuchicheos, una voz mandando callar, rumor de telas que chocan, de tacones que producen un eco armónico dentro del salón. Se ayudan con el vestuario, se retocan los peinados. La más joven se mira las piernas, estrena ligas y se siente orgullosa de su cuerpo. Es su segunda semana en el espectáculo.
De lejos llega el sonido de un piano. Alguien ensaya al ritmo de las notas. Prueba diferentes voces, tose, carraspea y pide perdón antes de volver a empezar. Se dejan notar los estragos de los malos hábitos y la noche pasa factura. Dolores de cabeza, afonías, ojeras y ojos que buscan desesperados un momento para cerrarse y no ver las luces de color rojo. El piano sigue sonando.
El interior de la sala se va encendiendo lentamente. El murmullo de la entrada va subiendo de volumen hasta convertirse en un zumbido permanente sobre el que destacan algunas voces masculinas asiduas al local.
Al final del pasillo, en un camerino pequeño y mal iluminado donde siempre huele a tabaco, Jane Avril se prepara para salir al escenario. Ya se quitó su viejo abrigo gris y con manos habilidosas trata de colocarse el moño. Mientras lo hace ensaya muecas frente al espejo. Desde hace unos meses se siente importante y su rostro brilla con luz propia. Su cuerpo y ese frenético movimiento que le han hecho tan famosa, tapizan las paredes de Montmartre y Pigalle animando a pasar la noche bajo su embrujo. Esta fama ha provocado que Jane Avril se sienta sola. Los celos entre cancanes es intenso y araña con uñas de esmalte rojo. Jane Avril ya no es una simple bailarina del Moulin Rouge, ahora es una estampa japonesa que adornas las calles de París. Y lo es gracias a él, a Toulouse Lautrec, que supo plasmar su esencia sobre un lienzo y darle vida.
Como cada noche, ese gran hombre con piernas de niño, se acomoda a la sombra de una columna desde donde pueda ver sin ser visto. Y como cada noche,tomará nota de todos los movimientos de sus bailarinas, así las siente, como algo suyo que forma parte de su familia. Más tarde, frente a una tabla y rodeado de óleos, las convertirá en estrellas de cabaret. Como ya ha hecho con Jane Avril, como hizo con su querida Yvette Guilbert, que hoy no actuará porque el exceso de alcohol de la noche anterior la tiene postrada en la cama. El joven pintor pasó a verla antes de acudir a su puntual cita con el Moulin, y supo que algo no iba bien cuando descubrió los altos e inconfundibles guantes negros de la artista tirados sobre la cómoda de la entrada. En la cama, el cuerpo huesudo y pálido de Yvette descansa con los ojos enrojecidos y unas horribles bolsas oscuras alrededor. El joven pintor, antes de salir, le tira un beso y sin hacer ruido, cierra la puerta.
Los focos del escenario se reflejan sobre las lentejuelas y los rasos de los cancanes. Piernas adoptando movimientos imposibles, melenas recogidas en moños, sombreros con plumas, piruetas y giros llenan el parquet. Desde el público llegan voces que animan y acompañan sus pasos. Sube la temperatura del local, el piano suena con más fuerza,mientras una voz femenina intenta abrirse paso y destacar. Alcohol, humo, música y baile van cobrando forma y pasando de las tablas a la mente del pequeño pintor que, desde las sombras, observa cada gesto y detalle, olvidándose por un momento de su cuerpo, ese que le hace sentirse esclavo. La sangre le bombea con fuerza y el amor le sale a borbotones por cada poro de su piel. Esa noche acompañará a Jane Avril a casa. Quizá por la mañana regrese a recoger los guantes de Yvette. Y si el día se le da bien y el alcohol no le gana la batalla, puede que dé unas pinceladas y recupere el encanto de la noche.
O puede que decida beberse el mundo, que cuando la vida no es del color que uno quisiera, es mejor verla borrosa.
En el barrio de Montmartre comparten acera madres de misal en mano y niños uniformados con prostitutas que lucen recargados maquillajes. Es el barrio donde, al apagarse el cielo parisino, los artistas surgen de la penumbra de los portales buscando componer la melodía más intensa, inventarle colores al mundo o firmar, con emocionantes palabras, textos en los que reflejar las luces y las sombras de su tiempo. Deambulando por los callejones las ideas campan a sus anchas esperando ser atrapadas.
A los pies de la colina, burlándose de la noche, el barrio de Pigalle se ilumina con cientos de pequeñas luces rojas. Destacando sobre el resto, el Moulin Rouge se muestra grandioso, desafiante, con las aspas a punto de echar a volar.
La noche se convierte así en la realidad de los sueños que durante el día vagabundean por un París inmerso en su mejor momento artístico. Las ilusiones cobran vida al encenderse las farolas de unas calles que acogen óperas, teatros y cabarets. En esos espacios, la vida fluye a otro ritmo y se rige por otras normas.
Una densa niebla envuelve el barrio. Al final de la calle se adivina una figura que camina con paso firme y rápido hacia la parte trasera del Moulin. Es una mujer menuda y delgada que se refugia en un abrigo barato de color gris y cuello de falsa piel.
Se oyen dos golpes secos en la puerta y alguien abre desde dentro. Cada noche se repite la misma escena. Es la puerta trasera por donde entran las estrellas. Aquellas que más tarde iluminarán las caras de todos los espectadores que acudan a verlas. La ilusión vestida de prestado llega al Moulin Rouge con la intención de iluminar los corazones y el alma de quien se deje seducir por su encanto.
Al otro lado de la puerta el mundo cambia de color. El gris de los abrigos de lana se transforma en tules de colores, en marabúes rosas y azules, en cancanes rojos y dorados, en tacones, en medias de rejilla, en plumas y sombreros de fantasía, en remiendos disimulados con falsas lentejuelas.
Sobre un diván de terciopelo color vino, cuatro mujeres de diferentes edades descansan y comentan como fue la noche anterior. La mayor de todas pide un pintalabios. Hay risas, cuchicheos, una voz mandando callar, rumor de telas que chocan, de tacones que producen un eco armónico dentro del salón. Se ayudan con el vestuario, se retocan los peinados. La más joven se mira las piernas, estrena ligas y se siente orgullosa de su cuerpo. Es su segunda semana en el espectáculo.
De lejos llega el sonido de un piano. Alguien ensaya al ritmo de las notas. Prueba diferentes voces, tose, carraspea y pide perdón antes de volver a empezar. Se dejan notar los estragos de los malos hábitos y la noche pasa factura. Dolores de cabeza, afonías, ojeras y ojos que buscan desesperados un momento para cerrarse y no ver las luces de color rojo. El piano sigue sonando.
El interior de la sala se va encendiendo lentamente. El murmullo de la entrada va subiendo de volumen hasta convertirse en un zumbido permanente sobre el que destacan algunas voces masculinas asiduas al local.
Al final del pasillo, en un camerino pequeño y mal iluminado donde siempre huele a tabaco, Jane Avril se prepara para salir al escenario. Ya se quitó su viejo abrigo gris y con manos habilidosas trata de colocarse el moño. Mientras lo hace ensaya muecas frente al espejo. Desde hace unos meses se siente importante y su rostro brilla con luz propia. Su cuerpo y ese frenético movimiento que le han hecho tan famosa, tapizan las paredes de Montmartre y Pigalle animando a pasar la noche bajo su embrujo. Esta fama ha provocado que Jane Avril se sienta sola. Los celos entre cancanes es intenso y araña con uñas de esmalte rojo. Jane Avril ya no es una simple bailarina del Moulin Rouge, ahora es una estampa japonesa que adornas las calles de París. Y lo es gracias a él, a Toulouse Lautrec, que supo plasmar su esencia sobre un lienzo y darle vida.
Como cada noche, ese gran hombre con piernas de niño, se acomoda a la sombra de una columna desde donde pueda ver sin ser visto. Y como cada noche,tomará nota de todos los movimientos de sus bailarinas, así las siente, como algo suyo que forma parte de su familia. Más tarde, frente a una tabla y rodeado de óleos, las convertirá en estrellas de cabaret. Como ya ha hecho con Jane Avril, como hizo con su querida Yvette Guilbert, que hoy no actuará porque el exceso de alcohol de la noche anterior la tiene postrada en la cama. El joven pintor pasó a verla antes de acudir a su puntual cita con el Moulin, y supo que algo no iba bien cuando descubrió los altos e inconfundibles guantes negros de la artista tirados sobre la cómoda de la entrada. En la cama, el cuerpo huesudo y pálido de Yvette descansa con los ojos enrojecidos y unas horribles bolsas oscuras alrededor. El joven pintor, antes de salir, le tira un beso y sin hacer ruido, cierra la puerta.
Los focos del escenario se reflejan sobre las lentejuelas y los rasos de los cancanes. Piernas adoptando movimientos imposibles, melenas recogidas en moños, sombreros con plumas, piruetas y giros llenan el parquet. Desde el público llegan voces que animan y acompañan sus pasos. Sube la temperatura del local, el piano suena con más fuerza,mientras una voz femenina intenta abrirse paso y destacar. Alcohol, humo, música y baile van cobrando forma y pasando de las tablas a la mente del pequeño pintor que, desde las sombras, observa cada gesto y detalle, olvidándose por un momento de su cuerpo, ese que le hace sentirse esclavo. La sangre le bombea con fuerza y el amor le sale a borbotones por cada poro de su piel. Esa noche acompañará a Jane Avril a casa. Quizá por la mañana regrese a recoger los guantes de Yvette. Y si el día se le da bien y el alcohol no le gana la batalla, puede que dé unas pinceladas y recupere el encanto de la noche.
O puede que decida beberse el mundo, que cuando la vida no es del color que uno quisiera, es mejor verla borrosa.
(Soñado y escrito en el museo de Toulouse Lautrec, Albi, Francia. Cuando terminó de sonar la música y dejé de escribir miré mis manos y sonreí al comprobar que iban enfundadas en unos largos guantes negros)
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